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Salesianos de Don Bosco. Paraguay

Octavo día de la Novena a Don Bosco




Oración Inicial

Señor Dios Padre Celestial: Tú que has suscitado en San Juan Bosco un Educador admirable para la juventud, un benefactor eficaz para los pobres y angustiados, y un generoso bienhechor para los que necesitan salud, empleo, facilidades de estudio, tranquilidad espiritual, conversión u otra gracia especial, y que con el Auxilio de la Virgen María le has permitido hacer tantos y tan admirables prodigios a favor de los devotos que la rezan con fe, concédenos imitarlo en su gran interés por salvar almas, y por obtener el mayor bien espiritual y corporal para el prójimo. Que recordemos siempre que el bien que hacemos a los demás, lo recibe tu Hijo Jesús como hecho a Él mismo y que debemos hacer a los otros todo el bien que deseamos que los demás nos hagan a nosotros.

Por la intercesión de tan amable Protector, concédenos las gracias que te pedimos en esta novena…

[En este punto, en silencio, pide los favores que deseas obtener]

Desde ahora aceptamos que se cumpla siempre y en todo tu Santísima Voluntad, pero te suplicamos humildemente que tengas misericordia de nosotros, remedies nuestros males, soluciones nuestras situaciones difíciles y nos concedas aquellos que más necesitamos para nuestra vida espiritual y material.

Todo esto te lo suplicamos en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo tu Hijo, quien contigo y el Espíritu Santo, vive y reina y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén.

Súplica a María Auxiliadora

Oh María, Virgen Poderosa, grande e ilustre defensora de la Iglesia; Admirable Auxiliadora de los Cristianos; Terrible contra los enemigos del alma como un ejército en orden de batalla. Tú que has triunfado de las herejías y de los errores del mundo, consuélanos en nuestras angustias.

Fortalécenos en nuestras luchas. Asístenos en los momentos difíciles. Protégenos contra los adversarios de la salvación y a la hora de la muerte llévanos al gozo eterno del Paraíso. Amén.

Día Octavo

Los sacrificios de nuestro Santo

Con el solo almuerzo duraba muchos sábados y muchos días anteriores a las grandes fiestas, hasta las 11 y media de la noche atendiendo en el confesionario. A esa hora se iba a la cocina a buscar algo (pues el desayuno en los días de fiesta era para él después de las diez de la mañana, después de confesar varias horas, celebrar y predicar) y encontraba allí arrimado algo que el cocinero le había dejado. Pero por lo general estaba ya muy salado y hecho pegotes. Y esas yerbas cocinadas no eran nada apetitosas.

Recuerdan sus discípulos cómo, con ánimo alegre, rompía las costras de esos preparados y se ponía a pescar dentro, y luego comía también las costras, sin el menor signo de disgusto y hablaba alegremente de otras cosas, sin aludir a la comida, ni a las largas horas de confesión. Un día los discípulos del santo llamaron la atención del cocinero (pobre hombre que tenía que atender con pocos ayudantes a más de 500 comensales de Don Bosco, a cual más de pobres, y de excelente apetito) acerca de esta comida tan rústica que le preparaba para los días de largas confesiones y el rudo cocinero respondió: “¿Y qué, es que Don Bosco es distinto de los demás? Él es un hombre como cualquier otro”. 

Los alumnos le contaron al gran educador esta respuesta y Don Bosco respondió sonriente: “Tiene razón mi amigo el cocinero. Yo no valgo más que ningún otro, y la comida para mí tiene que ser tan pobre como para todos los demás, porque en esta casa todos somos de familias muy pobres. Y yo soy de familia más pobre que la de todos los demás. ¿Por qué me iba a tratar mejor? Muy bien por mi amigo el cocinero” (sobra decir que el rústico jefe de cocina demostró después muy fuerte tristeza por las palabras duras que dijo contra tan grande santo y benefactor).

Don Bosco era el último en acostarse, en aquella inmensa casa del Oratorio.

“Antes de ir a acostarse -día- después de haber pasado por todos los dormitorios, al mirar desde la pieza el cielo estrellado, y pensar en la majestad de Dios, y en la dicha que nos espera allá arriba y en el premio que tendremos por nuestras buenas obras, me emociono tanto que no me queda más remedio que acercarme a mi casa y…suaz!, debajo de las cobijas y a roncar se dijo” (estas salidas de humor le acompañaron toda la vida).

Ojos indiscretos lo persiguieron por muchas partes para observar su compostura, y siempre era edificante. A veces, dormido daba algún grito de emoción, y su secretario corría a su habitación. Siempre lo encontraba con los brazos junto al pecho (como esas estatuas de Santos que vemos en lso sepulcros de las catacumbas, o en algunas iglesias).

Su compostura era siempre admirable: siempre derecho, aunque estuviera arrodillado. Jamás ponía una rodilla sobre la otra (montar la pierna) ni se recostaba nunca sobre el espaldar de la silla o de la banca. Sus manos, si no escribían estaban juntas, cruzando los dedos. Fue espiado, fue sorprendido muchas veces por inoportunos que entraban sin previo aviso, y siempre su composuta tenía el máximo de modestia. Jamás se apoyaba en el brazo de otro (ya ancianito, una señora quiso llevarlo de la mano y él, jocosamente exclamó: “Señora, un granadero del año 15 -año de su nacimiento- nunca anda de la mano”)

Y las mortificaciones que recomendaba a sus alumnos eran todas de esa clase. Nada de mortificaciones que dañen la salud y traen orgullo. Pero sí esas que nadie nota y que fortalecen la voluntad y traen premio de Dios.

Fue insultado muchas veces, y nunca demostró rencor o frialdad. Fue regañado muy injustamente por ciertos superiores jerárquicos, y nadie jamás le oyó una palabra de queja o de protesta. “Si quieres que Don Bosco te trate mejor que a todos los demás, trátalo mal”, decían los jóvenes. Tal era su espíritu de perdón y de olvido de las ofensas.

En la confesión, los insectos que traían los penitentes le proporcionaban molestias, pero no las manifestaba. En verano lo asaltaban nubes de mosquitos, y mientras los demás los espantaban, él los dejaba comer tranquilos.

Al llegar al comedor tenía sus manos hechas un brote completo, de tantas picaduras. Todos notaban su mortificación en el hablar.

Era de pocas palabras. Le gustaba hacer hablar a los demás, más que hablar él mismo. Evitaba todo lo que parecía demasiado vivaz, toda palabra hiriente y cualquier cosa que pudiera significar resentimiento. Sus palabras eran muy bien pensadas y por eso tenían tanto efecto en quienes las oían. Recordaba el adagio antiguo: “Tenemos dos oídos y una sola lengua, para que gastemos el doble de tiempo en escuchar que el que empleamos en hablar”. Tenía un verdadero odio para la murmuración. Recordaba que en la Santa Biblia, San Pablo pone la murmuración en la lista de pecados, inmediatamente después de asesinato, adulterio, borrachera y robo sin hacer ninguna distinción entre estos pecados y la murmuración, señal del gran asco que Dios tiene hacia el hablar mal de los demás. A los murmuradores los hacía hábilmente cambiar de tema.

En sus labores amaba el silencio, porque le parecía que el silencio hace rendir más el trabajo y permite a la mente producir muchas ideas luminosas y recibir más claramente los mensajes de Dios.

Muchas personas vinieron a hacerle reclamos violentísimos, y con gran calma les pedía excusas por todo. Algunos quedaban desde entonces y para siempre convertidos en sus amigos. Si alguno no quería de ninguna manera desistir de sus insultos, se callaba, y no respondía nada más. A uno que se pasaba todo el tiempo hablando mal contra Don Bosco, se lo encontró en la calle y lo saludó con tanto cariño, que el otro ya no volvió a murmurar. 

Recibía cartas violentísimas y las respondía con tanta humildad y mansedumbre que el ofensor quedaba convencido de que quien de tal manera le contestaba era en verdad un auténtico discípulo de Cristo.

Frenaba el natural deseo de ver y saber cosas que no le pertenecían de oficio. Aunque era gran estimador del arte, no iba a exposiciones. Sus ojos, cuando viajaba, iban bajos, se iba a pie mirando hacia el paisaje o el cielo esplendoroso, si iba en vehículo. Periódicos no leía sino cuando había noticias muy especiales. No admitía en su casa periódicos que no fueran muy serios, y a sus alumnos los preveía sobre el gran mal que les podían traer los periódicos sensacionalistas, llenándoles de falsedades. “La cabeza os devolverá lo que le hayáis llevado. Dadle ideas buenas y os dará buenas ideas. Dadle lecturas malas y os fabricará mil malos pensamientos”.

Jamás fue a funciones, a teatros o a conciertos (siendo tan gran admirador de la música y el teatro). En su colegio organizaba grandes y frencuentes funciones de teatro y de música, pero cuando los actores estaban muy elegantemente vestidos y la escena era más atrayente, lo veían los vecinos bajar la vista. Lo mismo en lo más emocionante de los juegos artificiales que preparaba para sus alumnos, bajaba la vista y hacia el sacrificio de no observar semejantes espectáculos tan agradables. (A nadie aconsejó estas penitencias pero las señalamos como una muestra de “negarse a sí mismo” que practicaba hasta en detalles que a nosotros nos parecen excepcionales).

En la moderación de sus simpatías y antipatías era heroico. Nunca nadie jamás pudo decir que Don Bosco le demostraba antipatía, como tampoco hubo alguno que pudiera asegurar que demostraba más simpatía por algunos. Ni la agradabilidad de ciertas personas, ni el ser de tal o cual familia, ni razón alguna, era capaz de hacer que demostrara más simpatía por alguna persona que por otras. Más bien practicaba el dicho de su tierra: “el buen religioso debe como los piojos: preferir a los más pobres y abandonados”.

Las dos mortificaciones que más recomendaba eran: trabajo y obediencia. “La mejor penitencia es la obediencia”, repetía a sus alumnos. Hasta poco antes de morir inculcaba a sus salesianos: “trabajad, trabajad, trabajad mucho. El día en que un religioso muera de tanto trabajar por el Reino de Dios, será un gran día de gloria para la Congregación”.

Decía que ciertas gracias sólo las había obtenido ofreciendo sacrificios extraordinarios y los que lo ayudaban notaban en él a veces ciertos movimientos raros como de algo que le atormentaba. Parace que usaba el cilicio, pero a sus discípulos jamás les permitió esta clase de penitencias. “Cumplir con el deber, soportar con paciencia los defectos de los demás, aguantar las incomodidades del tiempo y del oficio que nos corresponde, y obedecer con alegría y prontitud: esas son las penitencias que os pido en nombre del Señor. Haced a Dios el sacrificio de estar siempre alegres”.

En agosto de 1884 tuvo uno de sus famosos sueños. Allí oyó estas palabras: “Hay un gran error: creer que los únicos que tienen que hacer penitencia y sacrificios son los grandes pecadores. La penitencia y mortificación son necesarias para todos los que, deseen evitar el pecado mortal. Si San Luis Gonzaga no hubiera hecho penitencias y sacrificios, habría caído en pecado mortal”.

Y luego en diciembre de ese mismo año, 1884, oyó en un sueño que un conciliábulo de demonios estaba haciendo un plan para acabar con las comunidades religiosas, y después de proponer varios planes de ataque (por ejemplo convencerlos de que lo importante es ser muy instruídos aunque no sean piadosos ni se atrevan a enseñar religión a los demeás: hacer que sean muy exigentes y exagerados en comidas y bebidas; que tengan dinero y lo administren como se les antoje, etc.) resumieron en un sólo tema todo el secreto para combatir a los que están consagrados al Señor: “El mejor modo de acabarlos es hacer que sean inmortificados, que nunca le digan NO a los deseos del cuerpo, de su vanidad o de su egoísmo”.

Con razón le insistía él a su discípula Santa María Mazzarello: “Preguntaos frecuentemente: ‘Mi vida es de mortificación o de satisfacción’. Y según el grado en que os sepáis mortificar, podéis medir el estado de santidad que habéis conseguido”.

Ejemplo: El primer milagro de Don Bosco para su canonización.

Teresa de Callegaris sufría una artitris dolorosísima. No podía hacer el menor movimiento porque gritaba de dolor. Tenía las rodillas paralizadas. Empezó la novena a Don Bosco. Una noche sintió que el buen sacerdote se presentaba en la sala del hospital y le decía: “Levántse y eche a andar”. Ella le obedeció y pudo andar perfectamente. Al día siguiente se paseaba por todo el hospital completamente sana, ante la admiración de todos los que la habían oído gritar cada vez que trataba de hacer algún pequeño movimiento.

Oración Final

¡Oh! San Juan Bosco, Padre y Maestro de la Juventud, que tanto trabajaste por la salvación de las almas: se nuestro guía para bien de la nuestra, y la salvación del prójimo. Ayúdanos a vencer las pasiones y el respeto humano; enséñanos a amar a Jesús Sacramentado, a María Auxiliadora y al Papa, e implora de Dios para nosotros una santa muerte, a fin de que logremos reunirnos contigo en la gloria. Amén.

Padre Amado, haz que seamos tan santos como lo eras tú.

Padrenuestro

Avemaría

Gloria






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