Juan Bosco, un «pequeño migrante»
La primera clase elemental Juanito la frecuentó probablemente a los nueve años, en 1824.
Como la escuela municipal de Castelnuovo distaba cinco kilómetros, su primer maestro fue un campesino que sabía leer.
Luego, la tía Mariana Occhiena consiguió un lugar para Juan en la escuela de Capriglio. Juan permaneció como huésped de su tía probablemente algunos meses.
Lo mismo sucedió en el invierno de 1825-1826. Pero en aquella estación Antonio (diecisiete años) comenzó a manifestar su enfado.
-¿Para qué mandarle todavía a la escuela? Una vez que se aprende a leer y a poner la firma, es suficiente. Que coja la azada como la he cogido yo.
Antonio, una noche, vio a Juan con un libro al lado del plato y saltó:
-¡Yo tiro ese libro al fuego!
-Juan trabaja como todos los demás -respondió Margarita- Si luego él quiere leer, ¿qué te importa?
-Me importa porque esta barraca soy yo quien la mantiene en pie. Me rompo la espalda en el campo, yo. Y no quiero mantener a ningún señorito que acabe viviendo cómodamente, dejándonos a nosotros comiendo polenta.
Juan reaccionó con violencia. Las palabras no le faltaban. Antonio levantó las manos. Margarita trató de ponerse en medio, pero Juan fue pisoteado. En la cama, Juan lloró, más de rabia que de dolor.
Y poco lejos lloró también Margarita, que aquella noche no durmió, y tomó una decisión grave. Por la mañana dijo a Juan las palabras más tristes de su vida:
-Es mejor que te vayas de casa. Antonio podría hacerte daño.
-¿Y adónde voy?
Con mucha tristeza, Margarita le indicó el camino hacia la granja Moglia, en Moncucco. Juan partió entre la niebla, llevando bajo el brazo un hatillo con dos camisas, un panecillo y sus dos libros.
En los Monglia tenían dificultad para aceptarlo.
-Querido muchacho, estamos en invierno, y los mozos de la granja nosotros los acogemos sólo al final de marzo. Y, además, eres tan pequeño…
Juan se sintió humillado y cansado. Se echó a llorar.
-Acéptenme por caridad. No me den ninguna paga, pero no me devuelvan a mi casa.
La señora Dorotea, una señora en la flor de los veinticinco años, se enterneció ante aquel muchacho.
-Aceptémosle, probemos al menos algunos días.
Juan comenzó así la vida del mozo de granja. Casi tres años, en los que se hizo hombre, pero en silencio lloró muchas veces las lágrimas del muchacho alejado de su familia.
Para dormir, los Moglia le habían asignado una estancia clara y una buena cama. Más de cuanto tenía en Los Beccho, donde debía compartir la estancia con José y Antonio. Después de las primeras noches, Juan se atrevió a encender un cabo de vela, y al leer durante una hora uno de los libros que don Lacqua le había prestado.
Nadie le dijo nada y él continuó. Con la llegada del buen tiempo, al muchacho le tocaba llevar las vacas al pasto: cuidar que no se desbandaran por los prados de los demás, que no comieran hierba poco mojada, que no se descornaran.
Sentado a la sombra de los árboles, mientras los animales tascaban la hierba a su alrededor, Juan encontró algo de tiempo para sus libros. Luis Moglia no se lamentaba pero sacudía la cabeza:
-¿Para qué lees tanto?
-Quiero ser sacerdote
-¿Y no sabes que para estudiar, hoy, hacen falta nueve o diez mil liras? ¿Dónde las vas a encontrar?
-Si Dios quiere, alguien pensará en ello.
Fuente: Parroquia Espíritu Santo
Juan Bosco, un «pequeño migrante»
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